viernes, 24 de abril de 2009

CARLOS MORIANO

DELFINES II

Una mañana nos despertamos en una playa del Jónico.

Pasé mi lengua por los labios salados de mi hombre. Un sol tibio comenzaba a calentar nuestros cuerpos desnudos. En medio de aquel paisaje de olivos y cipreses y de la brisa de azahar nuestras piernas se entrelazaban y nuestras bocas se mordían no muy fuerte, no muy suave. Su boca sabía a mandarina y su piel a algas.

El sonido de las olas, los azules del mar y del cielo, el perfume pegajoso del céfiro y el olor a sexo se fundían en una experiencia casi ancestral, donde mi sentidos resonaban con la energía de las rocas milenarias agolpadas en la costa.

Iré a buscar lo que me pidas, dijo él. Lo que quiero es que no me sueltes, le dije.

Allí me bebí cada gota de su sudor y agarraba con fuerza sus nalgas mientras le gritaba en su mejilla que le necesitaba y que era mi vida. Luego con su cabeza entre mis piernas, el amor de mi alma nos poseía y nuestros cuerpos ardían y sudaban sobre la arena del Mediterráneo.

El licor de su piel me embriagaba y así permanecimos como dos panteras en celo bajo un cielo primaveral surcado por dos águilas perdigueras.

Nos quedamos dormidos a la sombra de un pino, hasta que nos despertó el resplandor de la luna que tantas veces habíamos sentido como nuestra, cada noche que nos habíamos amado entre matas y alimañas.

Imaginé que yo era un hombre ligero y sin culpa y que en un velero rumbo a Itaca, no me importaba amar, en cualquier circunstancia, en cualquier momento, para no dejar a nadie sin la oportunidad de ser amado por un hombre grande, para no dejar a mi alma sin la oportunidad de guiar mi vida.

Le besé con más fuerza, quería que todo lo mío fuera suyo, que todo lo mío y todo el universo fuera para él, y que todo lo suyo y todo el cosmos fuera para mí.

Él se había transformado en un felino ágil y poderoso, de mirada hipnótica, que corría veloz sobre las rompientes de las olas.

Yo era una mujer con la energía de un hombre o una energía de hombre en un alma de mujer, o una mujer que había volado hasta las playas de Corfú.

Dos aves nocturnas se alejaron en la inmensidad de la noche plateada.

miércoles, 8 de abril de 2009

GRACIAS AMIGOS

Quiero agradeceros vuestra participación e ilusión en este proyecto creado para todos. Gracias Carlos M. por enviarnos el primer relato y regalarnos tu creatividad. Quiero transmitiros a todos lo feliz que soy haciendo esto. Hubiera querido ser la primera y haber predicado con el ejemplo, mas la vida de madre me quita más tiempo del que yo pensaba y las musas no vienen cuando yo quiero. Gracias por vuestra paciencia, por vuestro amor y por vuestra participación activa.

Os quiero mucho a todos.
Bea

CARLOS MORIANO

DELFINES



Huíamos de noche camino del sur. Lloraba en silencio, mientras las luces de neón cruzaban su cara de mirada azul. Habíamos dejado de amarnos como en aquellas tardes de verano frente al mar, cuando no importaba darlo todo. Había perdido su brillo y el dolor me quitaba el aire. Un día nos juramos vivir como aquellos niños que ríen y bailan toda la noche como sólo ellos saben hacerlo, pero ahora sólo huíamos, porque quizás, ahora, no sabíamos hacer otra cosa.

Se le saltaron las lágrimas a él también. Quiso decir algo pero no se atrevió. Condujimos en silencio por la carretera desierta hasta el amanecer.

Llegamos a un acantilado frente a las rompientes y allí sentada junto al abismo, sobre el reflejo del sol en el océano, me transmuté en pájaro, en una rapaz parda de alas grandes y cuerpo ligero. Le miré, luego a las montañas y emprendí el vuelo mar adentro contra la brisa perfumada de la mañana.

Volé cientos de kilómetros al ras del agua junto a delfines y orcas hasta que llegué donde juegan las gaviotas, y en el silencio de la inmensidad, desde el aire, contemplé que todo era vida, que yo era un águila en el cielo y también aquel unicornio marino, la belleza de lo salvaje y lo puro de lo indomesticable.

Desde aquella atmósfera me lancé en vuelo picado y junto a mí, había muchos más, formando una danza contra viento.

Toda la belleza y la grandeza estaban en ser capaz de elevarse, mediante un impulso de cola y girar hacia tierra en un movimiento firme y relajado, y lanzarnos al vacío mientras el resto de aves, delfines y orcas me miraban divertidas.

Bajé a las profundidades y jugamos bajo los hielos de un iceberg procedente del ártico. Ni un solo minuto dejé de pensar en él, así que a la tercera noche regresé al acantilado.

Dormía con gesto complaciente sobre la arena. Sé me antojó feliz en sus sueños. Me apoyé en su pecho y le conté que en mis canciones todos los niños siempre tendrán zapatillas de colores de las que llevan los grandes jugadores y que algún día podrán ser lo que ellos quieran, futbolistas, bomberos, astronautas, terapeutas o pilotos de pruebas. En mis poemas, los chicos de alma linda serán para las chicas de mirada dulce. En mis cuentos, los niños y las chicas de todos los colores, bailarán y reirán en las azoteas, en los atardeceres. En mis amaneceres, los héroes salvarán a las princesas y las diosas amarán como sólo ellas saben. En lo más profundo de mí, los hombres como tú, aunque agotados, buscarán lo que necesiten las mujeres como yo, para que juntos lo demos todo, lo recibamos todo, lo logremos todo y todos lo puedan todo.

-Ahora sé, mi amor, que tienes suficiente luz para meterte en un túnel y no perderte nunca. Lo que quiero es que no dejes de conseguir tus sueños de héroe alquimista, contarme bonitas historias que me hacen feliz y salvarme con tu vida.

Me miró profundamente. Volvía a tener el brillo de un niño. Nos dimos besos de salitre, y nos buscamos con deseo, con mucho deseo, con la convicción de vivir la vida plenamente, apasionadamente, fiel a nuestras almas, como aquellos delfines de lomo azul que surcan todo el universo.